No es una diatriba: es una alarma. El agro peruano (no incluye el área dedicada a la agroexportación, que no representa más del 15% del área cultivada en el Perú) no es un destino fallido, sino un sistema atrapado en hábitos, normas y políticas que castigan la innovación y premian la inercia. En vez de cultivar productividad, seguimos cosechando estancamiento.
La tesis central, inspirada en la “destrucción creativa” de Aghion, Howitt y Mokyr, Nobel de Economía 2025, es brutalmente simple: para generar riqueza, hay que desmontar lo obsoleto. Persistimos en regadíos del siglo pasado, en ganadería sin especialización y en producir más de lo mismo. Llamar a eso “tradición” es confundir identidad con inmovilidad. La modernización no puede esperar a que se seque el agua ni a que el agricultor abandone su chacra por falta de rentabilidad.
La trampa de la costumbre también se anida en la política pública. El Estado sigue operando desde la lógica de la oferta (obras, insumos, subsidios) y olvida la demanda, la trazabilidad y el acceso a mercados. Cada vez que se privilegia el gasto sobre el valor, se refuerza una competencia por precio que aplasta márgenes, desalienta inversión y expulsa talento. Demasiados programas protegen cargos, no personas; procesos, no resultados.
Flexiguridad rural: proteger a la persona, no al puesto
Frente a ese círculo vicioso, se impone un principio: flexiguridad rural, es decir, flexibilidad económica con protección social efectiva. No se trata de perpetuar subsidios que inmovilizan, sino de asegurar redes que habiliten el cambio: seguros de desempleo estacionales, reconversión productiva certificada y capacitación vinculada al mercado.
La justicia social del siglo XXI no se mide en hectáreas repartidas, sino en rentabilidad democratizada. La reforma agraria pendiente no es territorial, sino de oportunidades.
Tres pilares para reconstruir el agro
- Agua (productividad hídrica). Riego presurizado, hidroinformación en tiempo real, mantenimiento asociativo y tarifas que reflejen costos. La meta no es “regar más”, sino producir más valor por metro cúbico.
- Genética (reconversión productiva). Pasar de ganadería extensiva indiferenciada a rodeos especializados; usar semillas certificadas y trazables. La frontera de rendimiento está en mejorar la base biológica, no en multiplicar insumos.
- Estándares (calidad y mercado). La calidad no se inspecciona: se diseña desde el inicio con buenas prácticas, trazabilidad digital y certificaciones. Competir por valor es vender historias verificables: origen, sostenibilidad y consistencia.
Del papel a la gestión: el Modelo MERA
Para convertir estos pilares en resultados, el Modelo Estratégico de Rentabilidad Agrícola (MERA) propone tres movimientos:
- Organizar al productor: núcleos asociativos, compras conjuntas, extensionismo remunerado por resultados.
- Articularlo al mercado: contratos marco, precios de referencia, data abierta y logística compartida.
- Escalar en valor: poscosecha, frío, marcas colectivas y encadenamientos con agroindustria, turismo y e-commerce.
El MERA no es un plan, es una disciplina de gestión. Prioriza territorios con agua regulada, conectividad y liderazgo local. Las unidades que produzcan resultados deben recibir más recursos; las que no, deben reconvertirse. Gobernar el cambio es permitir que lo nuevo reemplace lo ineficiente.
Gobernar la destrucción creativa
Nada de esto será sostenible sin un gobierno del cambio, con cinco decisiones institucionales:
- Presupuestar por resultados de valor. Bonos por salto de productividad hídrica, reducción de mermas y ventas certificadas.
- Desregular con bisturí. Eliminar trámites sin impacto y concentrar la fiscalización en riesgos reales: inocuidad, agua, sanidad.
- Abrir datos y contratos. Transparencia en precios, clima y compras públicas para reducir asimetrías y blindar la competencia.
- Comprar innovación. Usar compras públicas para adquirir soluciones, no solo bienes.
- Proteger la movilidad del talento. Certificaciones portables que sigan a la persona y no al proyecto.
La cultura del cambio
El mayor obstáculo no es técnico, sino cultural: confundimos estabilidad con progreso, subsidio con protección, costumbre con identidad. Innovar no es traicionar la tradición, es salvarla. La identidad se fortalece cuando genera bienestar.
El Perú no puede seguir exportando volumen y comprando valor agregado. El objetivo es elevar la densidad de valor por tonelada: más estándares, más conocimiento, más historia que contar. El capital real no está en la tierra, sino en la inteligencia aplicada a cultivarla.
Conclusión
“Destruir para sembrar riqueza” no llama a demoler, sino a sustituir lo que ya no produce valor por sistemas que premien la productividad y protejan a las personas en la transición. Es una invitación ética y política a dejar de administrar la inercia para comenzar a gestionar el futuro.
La riqueza del Perú no está solo en el suelo heredado, sino en la capacidad de transformarlo con ciencia, organización y capital paciente.
Si ordenamos el agua, mejoramos la genética y elevamos los estándares, el agro peruano dejará de sobrevivir para empezar a multiplicar valor y justicia social, hectárea por hectárea.
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