“¡Que se vayan todos!”, frase hecha popular a partir de la profunda crisis política de Argentina en el año 2001, es un posible desenlace de la bola de nieve política que viene creciendo con el caso Odebrecht. Altos funcionarios de distintas gestiones, niveles de gobierno y espectros políticos, de una forma u otra, parecen estar asociados a los actos sistemáticos de corrupción de la empresa.
Esto es particularmente grave para un país donde el índice de aceptación de los gobiernos y políticos en los últimos años ha sido uno de los más bajos de la región (a pesar del rimbombante discurso del crecimiento económico), y donde llegar más a fondo implicaría la total deslegitimación de la clase política y la posible apertura a situaciones límite. Y los políticos no parecen darse cuenta de esto. Ya empiezan a utilizar esta situación para intercambiarse acusaciones a diestra y siniestra. Pero, sin duda, es el Fujimorismo quien tiene aquí la materia prima para justificar sus acciones autoritarias en el Congreso y hacer y deshacer al gobierno, mientras las políticas de “destrabe” seguirán avanzando por cuerdas separadas. Ya algunos analistas sugieren que los actos de corrupción no deben evitar que se sigan “destrabando” los proyectos y únicamente debe identificarse a los malos elementos. En lugar de utilizar esta situación como una revolución anticorrupción que busque transformar la gestión pública y las relaciones entre política y empresa, en el fondo lo que sugieren es sacrificar un poco de ética por mayor estabilidad macro económica que, más en el fondo, es lo que hemos estado tolerando en las últimas décadas.
Lo que es seguro es que para el común de la gente todo esto les reafirma que la corrupción está en el ADN de los políticos y que las sanciones deberían ser las más drásticas. No tienen pues una mirada benevolente como aquella del Presidente de la República (es probable que su frase “No todo lo que ha hecho Odebrecht en el Perú es corrupto” lo persiga como una sombra). Los políticos más nóveles como Verónica Mendoza o Julio Guzmán tienen la oportunidad de canalizar el descontento hacia una agenda de recambio político y medidas que aborden la gran corrupción sustentada en el lobby, la puerta giratoria, captura regulatoria y financiamiento sucio de campañas. Y es que debe evitarse caer en la muletilla de que “todos” somos corruptos por igual, desde el ciudadano que coimea al policía hasta el alto funcionario que se enriquece con licitaciones públicas. La pequeña y la gran corrupción tienen fuentes y efectos distintos, y se abordan con medidas distintas. Y el reto concreto que tenemos al frente es cómo combatir a la poderosa corrupción de cuello y corbata.
Sin embargo, los viejos conocidos buscarán asociar a cualquier político en ascenso a su propio espacio deslegitimado, para decirlo sin ambages, buscarán salpicarlos con su propia mugre. Que Mendoza fue la Secretaria de Nadine, que Guzmán fue parte de la PCM de Humala, y así, es la forma de decir que ellos son tan sucios como todos. Esa es en el fondo la ganancia del Fujimorismo: si todos son corruptos, los parámetros éticos no son criterios válidos para ganar una elección, sino la eficacia bruta y simple. “El roba pero hace obra” podría pasar de ser una frase infeliz que resume la política en el Perú, a casi un precepto constitucional.
Y a esto se agrega que para la ciudadanía la idea de “recambio político” parecería una quimera. Toledo fue una promesa ética frente a la corrupción Fujimorista; Humala fue también una promesa de lucha contra la corrupción frente a los petroaudios y los narcoindultos. Pero Odebrecht mostraría que con ellos no había mucha novedad en el frente en materia de ética pública. Entonces, cualquiera que se ponga la máscara de político de una u otra forma terminaría en el fango. Así, la población que es criticada por no pagar impuestos, ensuciar las playas y vivir el día a día en los sombras de la legalidad, es el mismo pueblo que sostiene a una clase política y económica cuya principal preocupación no ha sido crear bienestar social, transparencia y ética pública, sino establecer las reglas de juego para la guerra encarnizada del mercado donde los más fuertes tampoco pagan tributos, contaminan y coimean, pero lo hacen de forma sideral.
Otro escenario político es posible, aunque menos sombrío mucho más riesgoso pues, parafraseando a Stuart Hall, se trataría una política “sin garantías”. Una opción es que se articule la indignación ciudadana contra todos los gobiernos vinculados a la corrupción sistemática y se desarrolle una profunda agenda anticorrupción más allá de medidas punitivas, que busque la reformulación de la relación entre empresa, Estado y política, eliminando los conflictos de interés y la lógica patrimonialista de los partidos y movimientos. Sin embargo, la opción más probable es que la élite política y económica, en su suprema capacidad de autodestrucción, permita que el Fujimorismo use las acusaciones hacia la corrupción sistémica para empoderarse y (en ese proceso) deslegitimar a toda la clase política, abriendo el camino para proyectos radicales, a-políticos y autoritarios. Estamos avisados.