Ha muerto Mario Vargas Llosa. Y con él, no sólo se va uno de los más grandes novelistas en lengua española, sino también un espíritu libre, apasionado, contradictorio y profundamente comprometido con la literatura y con la libertad.
Para muchos de nosotros, Vargas Llosa fue una puerta de entrada al poder transformador de la narrativa. Desde La ciudad y los perros, que rompió moldes y escandalizó al Perú más conservador, hasta Conversación en La Catedral, que nos hizo preguntarnos “¿en qué momento se jodió el Perú?”, su obra fue una constante interpelación al lector: pensar, sentir, cuestionar.
Literariamente, fue un gigante. Dominaba el arte de contar historias como pocos, con una técnica impecable y una ambición sin miedo. Fue heredero de Flaubert y Faulkner, pero profundamente peruano en su mirada. Nos enseñó que la novela podía ser un instrumento de crítica, de memoria, de imaginación política. Que la ficción, bien escrita, era más verdadera que la realidad.
Pero Vargas Llosa también fue un intelectual incómodo. Nunca rehuyó la controversia. Abrazó la política como campo de batalla por las ideas, defendiendo la democracia liberal, la economía de mercado y los derechos individuales, aun cuando eso lo distanció de antiguos aliados y lectores. Su defensa de la libertad fue innegociable, aunque a veces solitaria.
Se le acusó de elitista, de provocador, de haberse “derechizado”. Pero más allá de las etiquetas, Vargas Llosa fue coherente consigo mismo. No escribió para agradar ni para complacer. Escribió para pensar el mundo. Para discutirlo. Para transformarlo desde el lenguaje.
Hoy su ausencia pesa. No sólo por lo que representó para la literatura hispanoamericana, sino porque se va una voz que creía, con convicción casi quijotesca, en la responsabilidad moral del escritor. En un tiempo de polarización, banalidad y ruido, Vargas Llosa era un recordatorio de que las ideas, cuando están bien escritas, también pueden ser peligrosas y hermosas.
Nos quedan sus libros. Y, con ellos, su mirada aguda, su Perú contradictorio, sus personajes perdidos y valientes, su apuesta por la palabra como una forma de resistencia. Leer a Vargas Llosa hoy, después de su muerte, es volver a creer en la literatura como un acto serio, apasionado y profundamente humano.