La fragilidad de la política fiscal obedece a decisiones desacertadas tanto del Ejecutivo como del Congreso
La reciente aprobación en el Pleno del Congreso de un dictamen que propone modificar la distribución del Impuesto General a las Ventas (IGV) ha encendido las alarmas en diversos sectores económicos y técnicos del país. Lejos de ser una medida responsable en términos fiscales, esta iniciativa parece obedecer más a motivaciones políticas que a una planificación coherente de largo plazo. El intento de congraciarse con los más de 1,800 alcaldes del país podría costarle al Estado cerca de 10,000 millones de soles anuales, afectando seriamente la sostenibilidad de las finanzas públicas.
Actualmente, del 18% del IGV que todos los peruanos pagamos, un 2% se destina al Fondo de Compensación Municipal (Foncomun). Con la modificación propuesta, este porcentaje se duplicaría al 4%, lo que implicaría una menor recaudación para el gobierno central. La aparente lógica detrás de esta decisión es transferir mayores recursos a los gobiernos locales, lo cual suena razonable si se piensa en mejorar la gestión descentralizada. No obstante, el costo de esta medida supera con creces sus potenciales beneficios inmediatos.
El problema es que este tipo de reformas, cuando no están acompañadas de un rediseño integral del sistema fiscal o de una estrategia clara de sostenibilidad, terminan por erosionar las bases de la política macroeconómica. La política fiscal en el Perú ya viene mostrando señales de debilidad en los últimos años, en contraste con una política monetaria que ha sido conducida con rigor y prudencia por el Banco Central de Reserva. Cargar con decisiones de este tipo podría agravar el déficit fiscal —que ya ha incumplido la regla fiscal en 2023 y 2024—, empujando al país hacia el endeudamiento o a recortes presupuestarios que terminarían golpeando servicios esenciales como salud, educación o infraestructura.
El Congreso está jugando con fuego. Pretende ganar simpatías políticas a costa de comprometer la salud financiera del país. Aunque la transferencia de recursos a municipios puede sonar justa, en la práctica muchas de estas municipalidades carecen de capacidad de gasto eficiente o de mecanismos de rendición de cuentas. Aumentarles el presupuesto sin condiciones ni planificación es como llenar de agua un recipiente con grietas: no se soluciona el problema de fondo y se pierden recursos valiosos en el camino.
En lugar de buscar reformas estructurales que mejoren la eficiencia del gasto público o combatan la evasión tributaria, se opta por medidas de efecto inmediato y dudoso impacto. La fragmentación del gasto, sin criterios técnicos, no solo limita la capacidad del Ejecutivo para manejar la política fiscal, sino que además introduce mayor volatilidad en un contexto global incierto.
El Perú necesita urgentemente una reforma fiscal integral, que contemple tanto la mejora de la recaudación como una distribución más equitativa y eficiente del gasto. Pero sobre todo necesita responsabilidad. Legisladores que entiendan que gobernar no es repartir recursos como dádivas, sino construir políticas sostenibles que beneficien al país en su conjunto.
Mientras tanto, esta propuesta, que aún puede convertirse en ley, debe ser debatida con mayor seriedad, lejos del oportunismo político y con visión de futuro. Lo contrario será seguir cavando un hoyo fiscal del que nos costará décadas salir.