La presidencia de Dina Boluarte no solo ha sido una gestión carente de legitimidad política, sino también de dirección real frente a los dos temas que más agobian al ciudadano de a pie: la inseguridad desbordada y la crisis económica. Gobernar en el Perú requiere más que sostenerse por inercia institucional; implica tener liderazgo, visión y empatía con la ciudadanía. Pero este gobierno, desde sus inicios, ha demostrado estar ausente de todo eso.
En el plano de la seguridad, los resultados son alarmantes. El crimen organizado ha tomado el control de barrios enteros en regiones como La Libertad, Lambayeque, Arequipa y Lima. Las extorsiones, el sicariato, el cobro de cupos y el tráfico de armas ya no son fenómenos aislados: son una industria delictiva a la que el Estado ha sido incapaz de enfrentar.
Un ejemplo claro de esta crisis de inseguridad es el secuestro y asesinato de “13 trabajadores” ocurrido en “Pataz”, una provincia de la región La Libertad. Este acto brutal, que conmocionó al país, fue perpetrado por bandas criminales que operan con total impunidad en territorios donde el Estado ha sido incapaz de garantizar ni la seguridad mínima. En su comunicado, la empresa minera Poderosa, víctima de este ataque, describió la situación en la zona como un “territorio sin ley”, donde la violencia campea impunemente, “segando vidas, sembrando el terror y sometiendo voluntades”. Este caso es solo la punta del iceberg en una región donde el crimen organizado ha alcanzado un poder tal, que el Estado ya no puede (o no quiere) ponerle freno.
¿Y cuál ha sido la respuesta del gobierno? Estados de emergencia cada vez más frecuentes, presencia militar sin estrategia, operativos de impacto mediático pero de nulo resultado sostenible. La violencia no ha disminuido, porque no se combate con discursos ni con soldados patrullando sin inteligencia previa. El Ministerio del Interior cambia de manos como si fuera un ministerio decorativo, sin planificación, sin liderazgo técnico.
Pero el problema es más grave cuando se ve el fondo: no existe una política nacional de seguridad actualizada ni articulada entre policía, fiscalía y gobiernos locales. No hay inversión real en investigación criminal, ni una estrategia seria para atacar las economías ilegales que sostienen a las mafias. Todo es parche, improvisación y discurso vacío.
A esto se suma la otra cara de la moneda: la economía. Mientras el crimen avanza, el bolsillo se vacía. El Perú ha entrado en una desaceleración profunda, con caída de la inversión privada, baja ejecución del gasto público, y un empobrecimiento silencioso de los sectores más vulnerables. El empleo informal alcanza al 75% de la población económicamente activa, la inflación acumulada ha afectado el precio de alimentos básicos, y el pequeño agricultor y comerciante —el corazón de la economía popular— está completamente abandonado.
El gobierno no tiene propuesta económica clara. El Ministerio de Economía sigue prometiendo reactivación con bonos y medidas aisladas, pero no hay reformas estructurales, ni impulso a la inversión productiva en regiones. El aparato público está paralizado por la falta de confianza, de coordinación y de visión. El mensaje es claro: si tienes un negocio, estás solo; si trabajas en la calle, estás solo; si vives en el campo, estás olvidado.
Y en medio de todo esto, la presidenta enfrenta investigaciones por presunto enriquecimiento ilícito tras el escándalo de los relojes Rolex y joyas de lujo. En lugar de dar explicaciones coherentes, responde con evasivas y victimismo. ¿Cómo puede alguien hablar de “gobierno del pueblo” cuando ostenta lujos no declarados, mientras el pueblo no tiene ni seguridad ni pan?
Lo más grave de este escenario es que la población no solo sufre, sino que ha dejado de creer. La aprobación presidencial ronda apenas el 3%, según las encuestas más recientes. Es decir, estamos frente a un gobierno que ha perdido su respaldo social, su rumbo técnico y su legitimidad ética. Pero que se mantiene, no por mérito propio, sino por el pacto de sobrevivencia que sostiene con un Congreso igualmente desprestigiado.
¿Qué se necesita entonces?
1. “Una reforma urgente del Ministerio del Interior”, con enfoque en inteligencia criminal, articulación con fiscalías y fortalecimiento de la Policía Nacional con tecnología y meritocracia.
2. “Un shock de inversión pública descentralizada”, que dinamice la economía en regiones y cree empleo digno en sectores como infraestructura, agricultura, y turismo rural.
3. “Apoyo real al agro y la microempresa”, mediante crédito barato, compras estatales y asistencia técnica sostenida.
4. “Una estrategia de prevención del delito desde lo local”, con recursos para municipios, recuperación de espacios públicos y programas juveniles integrales.
Pero para eso se requiere algo que este gobierno no tiene: liderazgo. Dina Boluarte no gobierna; simplemente resiste en el cargo. El país no necesita un poder que se aferra, sino un gobierno que actúe. La ausencia de dirección frente al crimen y la economía es insostenible. Y cuanto más tiempo dure, más profunda será la herida social que nos costará sanar.