El costo de un Estado obeso: ¿hacia una trampa fiscal permanente?

Por Manuel Villalva

El Perú transita, por tercer año consecutivo, hacia un nuevo incumplimiento de la regla fiscal. Este no es un hecho fortuito ni producto de una coyuntura excepcional. Es el resultado de un proceso estructural de expansión del gasto público, impulsado por un modelo estatal sobredimensionado que ha ido tomando forma durante las últimas tres décadas, especialmente bajo el influjo de una visión progresista que confunde tamaño del Estado con capacidad de desarrollo.

Actualmente, el Estado peruano —sumando el gobierno central, los gobiernos subnacionales y las empresas públicas— consume más de una tercera parte del PBI, cifra que supera los US$ 260 mil millones. Esta desproporción no se traduce en mejores servicios ni en mayor eficiencia, sino en una red de instituciones con funciones redundantes, baja productividad y escasa rendición de cuentas.

Un ejemplo elocuente es el crecimiento persistente del gasto corriente. Según datos del Consejo Fiscal, entre 2013 y 2018, este componente aumentó en 1.5 puntos del PBI, de los cuales un punto correspondió únicamente al incremento de remuneraciones en el aparato estatal. A la par, los ingresos fiscales se redujeron en 4.6 puntos del PBI. Esta tendencia no solo compromete la sostenibilidad fiscal, sino que crea una presión permanente por aumentar la recaudación, usualmente a través de más impuestos sobre un sector privado cada vez más limitado por sobrerregulaciones y trabas burocráticas.

La situación se ha agravado durante los gobiernos de Pedro Castillo y Dina Boluarte, donde lejos de iniciar un proceso de consolidación fiscal, se han mantenido —e incluso ampliado— las lógicas de gasto y expansión del Estado. La consecuencia es clara: mayor déficit estructural, sin una estrategia real de racionalización del aparato público.

En este contexto, el discurso de la “responsabilidad progresista” que hoy alerta sobre el descontrol fiscal resulta, cuanto menos, incongruente. No se puede reclamar disciplina fiscal sin cuestionar las raíces del problema: la hipertrofia burocrática. En la actualidad, el Ejecutivo opera con 19 ministerios, muchos de los cuales no cumplen funciones esenciales y cuyos presupuestos, como los de los ministerios de la Mujer, Cultura o Ambiente, superan los S/ 3,000 millones anuales, sin evidencias claras de impacto social.

El caso de Petroperú es aún más alarmante. Desde 2016, el Estado ha destinado más de US$ 5,000 millones en rescates, garantías, préstamos y capitalizaciones para sostener una empresa quebrada y sin rol estratégico. Esta insistencia en mantener vivo el modelo de empresa estatal solo refleja una resistencia ideológica a asumir que la eficiencia no es compatible con el clientelismo ni con la lógica política de preservación de cuotas de poder.

Lo cierto es que el Perú necesita con urgencia una reforma estructural del Estado. No basta con controlar el déficit fiscal a corto plazo. Se requiere una reducción drástica del tamaño del aparato burocrático, un rediseño funcional del Ejecutivo que elimine redundancias, y una reforma tributaria que simplifique el sistema, reduzca la carga impositiva y genere incentivos para la inversión y la formalidad. Sin estas medidas, el país seguirá atrapado en una lógica perversa: más impuestos, menos crecimiento, más déficit.

Ya lo anticipaba Friedrich Hayek: el exceso de burocracia no es solo una ineficiencia administrativa, sino el preludio de un orden económico colectivista, donde se diluye la libertad individual y se erosiona el dinamismo de los mercados. El Perú aún está a tiempo de corregir el rumbo. Pero la ventana de oportunidad se estrecha. ¿Tendremos el coraje político para enfrentar el problema de raíz?

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