El mito de la fiscalización desigual: entre percepciones y realidades

Por Manuel Villalva

Uno de los enunciados más repetidos en nuestro entorno tributario es: a los grandes no les hacen nada; a los chicos, todo. Esta frase, instalada en la opinión pública, se repite en conversaciones cotidianas, en titulares de prensa e incluso en debates políticos. Sin embargo, un análisis desapasionado revela que la realidad es mucho más compleja.

Las grandes empresas no solo son objeto de fiscalización regular y exhaustiva, sino que además constituyen la principal fuente de ingresos tributarios del Estado. Entonces, ¿por qué persiste la idea de que “no les hacen nada”?

En buena medida, porque la percepción social responde a lo que es visible y lo que se comunica. Los montos elevados de acotaciones a grandes contribuyentes se convierten en noticia; los litigios multimillonarios capturan la atención mediática y refuerzan la imagen de que “no pagan”. Más aún, el Estado suele registrar esas acotaciones como recaudación, incluso cuando aún están en disputa. Así, quien ejerce su derecho de defensa aparece como el contribuyente que “se resiste a cumplir”.

A ello se suman mensajes oficiales confusos: cuando se habla de fraccionamientos como remedio frente a quienes “parquean deudas” en el Tribunal Fiscal, se alimenta la idea de que la defensa es sinónimo de abuso. Y, por supuesto, las noticias sobre exoneraciones sectoriales —piénsese en agroexportadores o casinos— refuerzan la sensación de privilegios en perjuicio del resto.

No obstante, la verdadera debilidad del sistema no está en que los grandes no sean fiscalizados, sino en que el modelo de fiscalización y litigio se apoya en un formalismo extremo y en un estándar probatorio excesivamente alto, producto de la desconfianza estructural entre Estado y contribuyentes. Los procesos se vuelven largos, costosos y desgastantes.

Aquí surge una diferencia crucial: mientras las grandes empresas han aprendido a incorporar el cumplimiento preventivo y el compliance como parte de su gestión, los pequeños negocios tienden a relegar sus obligaciones hasta que la SUNAT los detecta. El avance tecnológico ha reducido la informalidad en el radar de la administración, pero plantea un riesgo serio: que se apliquen a las pequeñas empresas los mismos criterios pensados para los grandes. Un zapato único no calza todos los pies.

El reto entonces no está en repetir un mito, sino en repensar el diseño institucional. Se requiere un sistema tributario que reconozca la diversidad de contribuyentes, que simplifique obligaciones para quienes apenas comienzan, sin relajar el control a los grandes, y que genere confianza, reduciendo formalismos innecesarios.

Solo así podremos desmontar el mito y reemplazarlo por una verdad más útil: la fiscalización no debe ser uniforme, sino proporcional y diferenciada. En materia tributaria, tratar de la misma forma a realidades distintas es, paradójicamente, la forma más clara de generar injusticia.

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